Yo sé quién sabe lo que usted no sabe…
¿Quién sabe lo que todos los niños, niñas y jóvenes adolescentes de este país deben saber?
Esta frase me recuerda a Gonzalo Castellanos en nuestra televisión de hace tres o cuatro décadas. Con esta introducción elegía una pregunta enviada por algún televidente y buscaba algún erudito que la respondiera de manera clara y suficiente.
Ya quisiéramos responder de ese modo uno de esos interrogantes que con el tiempo se ha ido volviendo más y más difícil: ¿quién sabe lo que todos los niños, niñas y jóvenes adolescentes de este país deben saber? Léase bien, porque no dice quién pretende saber, sino quién realmente sabe.
Si reuniéramos un grupo constituido por 50 personas diversas en edad, actividades, lugares de vivienda y género y les pidiéramos que cada quien enumerara siete cosas indispensables que todos los niños y jóvenes debieran saber, probablemente llegaríamos a más de 150 saberes que, basados en su experiencia de vida, nos aportarían estos hipotéticos participantes en el diseño curricular del país. La mayoría, tal vez, estarán de acuerdo en que el dominio oral y escrito de la lengua materna es indispensable, así como un cierto desarrollo de pensamiento matemático. También habrá algún consenso en la necesidad de un buen desarrollo físico y en la oportunidad de explorar alguna faceta artística.
Nunca, en realidad, fue posible definir qué cosas podían constituir saberes universales atendiendo las necesidades de las personas individuales. Lo que sí funcionó por siglos fue establecer qué cosas eran básicas para llegar a cierto tipo de vida y de sociedad. Fue claro que universalizar una religión ofrecía grandes ventajas en la constitución del Estado, así como distribuir un relato único y sacralizado del acontecer histórico. El dominio y la comprensión de la lengua, un conocimiento básico de la aritmética y la geometría y las reglas de urbanidad eran el bagaje necesario para la educación primaria.
Con este equipaje inicial se podía ir a trabajar, a la educación técnica para aprender un oficio y algunos privilegiados con un poco más de asignaturas, como el latín y la filosofía, cursadas en la secundaria podrían avanzar a carreras profesionales y hacerse maestros, abogados, funcionarios públicos. Los más brillantes, empezando el siglo XX, lograban hacer la carrera de medicina o alguna ingeniería. Para este destino existieron desde la Edad Media el trívium y el cuatrivium (el uno se ocupaba de lo humanístico y el otro, de lo científico). Hasta hoy nada ha cambiado en lo sustantivo… excepto toda la sociedad.
Si el único destino de todos los jóvenes que hoy van a la escuela básica fuera ser profesionales, formados de la misma forma que nosotros hace más de 40 años, es posible que la cosa funcionara… claro está, prescindiendo de que existen internet, la inteligencia artificial, la robótica, la ingeniería genética, la economía naranja y un larguísimo etcétera en el que ya están inmersos millones de niños de todo el planeta.
Estos cambios profundos en la sociedad están pasándole una alta factura a la escuela tradicional que ya no responde a las necesidades de una población infantil y juvenil que posee medios de comunicación (antes nunca los tuvo), que ha aprendido muchísimas cosas al margen de la escuela, que está conectada por redes sociales al acontecer del mundo y a sus malestares. Ante esto, el Estado y los gremios magisteriales parecen paralizados, como si no estuviera pasando nada.
En otros lugares del mundo, los cambios en la educación básica han sido muy fuertes y mayores todavía en la educación media. Ya entendieron en Nueva Zelanda, en Australia, en los países nórdicos, en el sureste asiático que hacía falta volver a mirar el mundo desde un punto más alto para recobrar la perspectiva. Entre nosotros hay maestros que están subiendo a ver desde otros faros, y hay colegios y funcionarios públicos que animan y estimulan… pero si no cambian las reglas, ellos no podrán dar nuevos pasos.
FRANCISCO CAJIAO